Cruzar una frontera siempre me produce cierto cosquilleo, una sensación de ligera inquietud (o a veces intensa, depende de la frontera…). Con los papeles en regla nada tiene por qué ir mal, pero sé que el funcionario de turno tiene en su mano la llave de mi entrada o, al menos, tiene la capacidad de hacer que todo sea sencillo o un infierno.
Una vez salvado el obstáculo, ya en el nuevo país, me emociono con la novedad y, como una niña que no puede esperar a abrir su regalo de cumpleaños, me siento impaciente por conocer lo que viene a continuación. Cruzar una frontera es volver a la casilla de salida, es empezar de cero, me hace retomar el viaje con nueva energía, con más brío, con más interés. En los viajes, los primeros días en un país nuevo son mis momentos preferidos, cuando tengo ante mí una gran incógnita, una ecuación por resolver, un país por descubrir.
Después de un mes y medio en Turquía me sentía cómoda en el país: había aprendido las palabras de supervivencia, conocía los precios, sabía cómo funcionaban los medios de transporte o dónde encontrar cualquier cosa que necesitase. La cara B de la comodidad es que se pierde la capacidad de sorpresa y, lamentablemente, el interés. Por eso, entrar en Georgia supuso empezar de cero: nuevo idioma, nuevas costumbres, nuevas caras… incluso ¡nuevo alfabeto!
A pocos kilómetros de la frontera hacemos nuestra primera parada en Georgia: Batumi. Esto es, salvando las distancias, como Benidorm: una ciudad (o más bien un pueblo grande) de vacaciones, con bien de gente, toda amontonada en la playa y en el paseo marítimo. Viniendo de una zona muy conservadora de Turquía, el contraste es tremendo. Lo primero que me salta a la vista es que aquí las mujeres visten con ropa de colores vivos -parece que este año se llevan, para alegría de oftalmólogos y vendedores de gafas de sol, los colores fluorescentes-, enseñan las piernas y los hombros con naturalidad y no se cubren la cabeza. Veo a hombres con camisetas de tirantes y pantalones cortos, imposible de imaginar en las conservadoras Erzurum o Konya. Tan imposible como la cantidad de tiendas donde se vende alcohol, con un surtido de marcas de vodka que llena todo el escaparate.
Se me van los ojos, no sé dónde mirar, todo me llama la atención, las cúpulas doradas de los casinos, la fuente en la que el agua sale de los pechos de las sirenas esculpidas, el rascacielos en cuya pared hay una noria… Pero lo que me tiene obnubilada no es tanto el mal gusto y lo pretencioso de la ciudad como la novedad de lo que veo a mi alrededor. Todo es muy diferente de Turquía, la arquitectura, la gente, el ambiente que se respira… Y, a pesar de lo a gusto que he estado en Turquía, ese cambio me gusta.
Los primeros días en Georgia están llenos de nuevas palabras -el georgiano, además de tener su propio alfabeto, es una lengua del demonio, suena como un disco al revés-, nuevas comidas -otro día os hablaré de los khinkali, los khachapuri, el lobio…-, nuevas costumbres, nuevas novedades novedosas…
Y yo estoy feliz, porque esto no ha hecho más que empezar. Vuelvo a la casilla de salida y ya agito los dados, dispuesta a tirarlos para empezar a moverme por el tablero…
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Que ganas de saber mas de este pais!! me has dejado con ganas de saber muchas mas cosas de el 😉
Un saludo!
Un país muy interesante, sin duda.
Gracias por pasarte y dejar un comentario.
¡Saludos!
Que nos gusta lo de volver a la casilla de salida! Por más partidas que lleves a la espalda hay nervios igual. A tirar los dados!
De recorrer el tablero, volver a la casilla de salida y los nervios de tirar los dados para seguir rodando, vosotros sabéis un rato. ¡Abrazos!